Leer a Banville es difícil. No por esa cadencia en la escritura, que uno va absorbiendo lenta e imperceptiblemente hasta lograr un estado de inocente complicidad, de lánguida complacencia.
La dificultad subyace, cómo no, en un nivel más opaco del pensamiento, que comienza a presionar cada vez con mayor persistencia contra el inestable muro de la conciencia: el efluvio intenso y punzante de ciertos recuerdos.
Entonces, a medida que se desarrolla la trama pretendida por el autor, nuestra mente recorre innumerables senderos que indefectiblemente conducen, de manera engañosa y supina, a un mismo lugar, el origen de nuestro destino.
Banville, perverso en su brillante elegancia, nos induce al perdernos en nuestros no tan velados misterios, siempre atento para volver a rescatarnos, algunas páginas más adelante, con la guardia baja y el corazón revuelto:
Cuando llegamos me maravilló que hubiera muchas cosas del pueblo que yo recordaba que siguieran allí, aunque sólo fuera para los ojos que supieran dónde mirar, es decir, los míos. Era como encontrar un antiguo amor tras cuyos rasgos aletargados por la edad aun se pueden discernir claramente los delicados rasgos que un antiguo yo amó tanto. (John Banville, «el mar»)
Si en cierto otoño
de regreso a cierto pueblo
sin mediar nada más que un absurdo intento
surgen palabras, frases que encubren miedo y desaliento
entonces esa inmensa, dolorosa duda
de ser la causa o ser el efecto
se esconde mar adentro:
Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño. (John Banville, «el mar»)
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